Dalton Gata’s paintings complicate the usual encounter between subject and landscape in order to transgress portraiture as a genre. His protagonists, beautified beyond what is normally and arbitrarily defined as ‘natural,’ are always surrounded by impossible, similarly artificial landscapes: glittery, endless oceans, alien wastelands, utterly dysfunctional brutalist structures. Gata doesn’t limit himself to depicting the human—or the quasi-human—,he also turns his eye to botanical subjects. It is never about faithful representation, like the colonial catalogs of flora and fauna, no, just like his human-animal chimeras, his plants are in a state of mutant florescence: fruits that give birth to other fruits, branches growing maracas, cacti of disorienting proportions—a show of flamboyant, psychedelic exuberance.
Gata’s creatures appear not only aware, but defiant of that tangled knot—what Sylvia Wynter describes as the ‘symbolic code of life/death’—from which the highly surveilled, lethal, and arbitrary borders that justify sexism, racism, homophobia, transphobia, and speciesism emerge. Gata’s beings understand this perfectly, and luckily, they know a couple tricks: they shimmy a little and suddenly the knot comes loose, they’re free, gazing optimistically at a new horizon, or confronting the viewer with a smile, “So when are yougoing to let go?” His beasts beckon us to their hybrid confines, their overlapping categories confront us with the monstrous that is simultaneously beautiful.
The chimeras pose—they know they are being watched, professionally lit. They’re used to the judgmental, envious gaze of the normative eye, and they even expect it: they adorn and arrange themselves to welcome it. They’re the stars of their own mythological fashion editorial. They embody that photographic, editorial quality in Gata’s painterly eye: the defiant stare of his subjects, the sharpness and the hyper-saturated colors align more with the poetic yet revindicating fashion imagery of Tyler Mitchell, Deana Lawson, or Omar Victor Diop, than with the art historical, white, canon.
It’s in that against-the-grain spirit that the party and its dislocations become important as well—a break for mutual celebration, for the euphoria of escapism and pleasure, of postponing the rigor of existence. And perhaps because occasional liberation doesn’t guarantee utopia, the party here is not a placeholder for the promised land: it involves chaos, sweat, pleasure, frenzy, and risk. In Gata’s creation, ruin appears as the counterpart to fantasy: his still lifes wear lively drag, they are memento moriof Caribbean exuberance. It’s a lavish, island ruin—surrounded by the sea’s corrosive breeze, by humidity that eats away at yellowing walls, by flesh shining with salty sweat. These works also aim to evoke an itinerant existence, the ordinary but no less heavy burdens of constant relocation, of always carrying one’s own instability, even if it goes hand in hand with the will to beautify one’s surroundings, to give a quick “manita de gato” (a touch-up) to what we know is not our own—the vulnerable beauty one snatches from that which doesn’t seem willing to cooperate.
Gata sublimates his lived experience in these fantastic compositions—within them are traces of his intimacy, of his scrolling, of his lovers, his recent past, the friendships and loved ones that rescued his boat from the high seas of precarity, that harbored his imagination. They are migrant beings, revelers, inhabitants of a kitsch domesticity—beasts of the night, of the beach, and of the future. The beast-works accompany one another—they make up their own world: more fabulous, more glamorous, one day maybe possible.
Gaby Cepeda
Las pinturas de Dalton Gata complican el habitual encuentro entre sujeto y paisaje para transgredir los términos del retrato como género. Sus protagonistas, embellecidos más allá de lo que común y arbitrariamente se define como ‘natural’, se encuentran siempre rodeados de paisajes inauditos y similarmente artificiosos: océanos destellantes e interminables, páramos alienígenas, construcciones brutalistas completamente disfuncionales. Gata no se limita a retratar lo humano, o lo cuasi-humano, también se dedica a los sujetos botánicos—y es que el objetivo no es la representación fiel, como los inventarios coloniales de la flora y la fauna, no, así como sus quimeras humanas-animales, sus plantas se encuentran en florescencia mutante: frutas unas que dan luz a otras, ramas que crecen maracas, cactus de proporciones desorientadas, exuberancias estridentes y psicodélicas.
Las criaturas de Gata parecen no sólo conscientes, sino desafiantes de ese lioso nudo, el que Sylvia Wynter describe como el ‘código simbólico de vida/muerte’ y del que emergen esos vigiladísimos y letales límites arbitrarios que justifican el sexismo, el racismo, la homofobia, la transfobia y el especismo. Los seres de Gata lo entienden perfectamente y por suerte saben un par de trucos: elles se menean un poquito y de repente el nudo se suelta y están libres, mirando con optimismo hacia un nuevo horizonte, o increpando al espectador con una sonrisa, “¿y para cuándo te sueltas tú?” Sus fieras nos convocan a sus confines híbridos, sus categorías superpuestas nos confrontan con lo monstruoso que es también bello.
Las quimeras posan, se saben miradas, profesionalmente iluminadas. Están acostumbradas a la mirada juzgona y envidiosa del ojo normativo, e incluso la esperan: se engalanan y se arreglan para darle la bienvenida, son las estrellas de su propia editorial de moda mitológica. Encarnan esa cualidad fotográfica, editorial, en el ojo pictórico de Gata: las miradas desafiantes de sus sujetos, los colores hipersaturados y la nitidez de los planos, se vinculan más a las imágenes de moda—tan poéticas como reivindicativas—de Tyler Mitchell, de Deana Lawson o de Omar Victor Diop, que a una historia del arte canónica, blanca.
Es en ese sentido contracorriente que el disloque de la fiesta resulta también importante, el quiebre de la celebración mutua, de la euforia de la evasión y del disfrute, de posponer el rigor de la existencia—y quizás porque una liberación ocasional no garantiza la utopía, la fiesta aquí tampoco es sinónimo de armonía: implica caos, sudor, también placer, desenfreno y riesgo. En la creación de Gata, la ruina aparece como contraparte de la fantasía: sus naturalezas muertas están drageadascon vida, son memento moride la exuberancia caribeña. Es una ruina pródiga, isleña, rodeada de la brisa corrosiva del mar, de humedad que carcome muros amarillentos, de carne que brilla con sudor salado. Las obras quieren evocar también una existencia itinerante, la ordinaria pero no por eso menos pesada penuria de la mudanza constante, de cargar siempre con la propia inestabilidad aunque esté acompañada de la voluntad de embellecer el entorno, de darle “una manita de gato” a lo que sabemos ajeno—la belleza vulnerable que se arrebata de aquello que no parece querer cooperar.
Gata sublima su experiencia vivida en estas composiciones fantásticas, en ellas hay indicios de su intimidad, de su scrolleo, de sus amantes, de su pasado reciente, de las amistades y los afectos que rescataron su bote de la altamar de la precariedad, que le dieron puerto a su imaginación. Son seres migrantes, enfiestades, habitantes de una domesticidad kitsch, fieras de la noche, de la playa y del futuro. Las obras-fieras se acompañan unas a otras, son ellas su propio mundo—más fabuloso, más glamoroso, un día posible.
Gaby Cepeda
Por Mauricio Marcin
Cuerpos.
Cuerpos en una incesante recreación, en iteraciones fantasiosas cuerpos y cuerpas, cuerpxs contrahechxs, bellxs cuerpxs
cuerpos hasta que la repetición los haga sonar vacíos.
Cuerpos de obra, obras-cuerpos, cuerpos de ingenieros, cuerpos colectivos, cuerpos.
Adolfo Riestra se empeñó en una osada repetición para destruir una tradición y hacer posible la aparición de otra anormal.
Sus dibujos están poblados de cuerpos proscritos, son una somateca revolucionaria —para su época, los ochenta, y para la nuestra— porque reclaman una desidentificación. Sus seres se niegan a la construcción de un ego estable, a las identificaciones identitarias, huyen de la fijación a través de la contradicción: son tintas inmóviles que persiguen la ligereza y la mutabilidad del viento.
Esa somateca está plagada de invenciones monstruosas y hermosas, brazos que se alargan hasta la defectuosidad, torsos que se tuercen, muslos inflamados, pitos hinchados, tetas en esteroides, caídas, culos infraleves, criaturas hermafroditas. Todo en sus dibujos es defecto, deseo abyecto, formas caprichosas. Sus dibujos no se oponen a la belleza, sino que la implantan con otros cánones: su canto es el de un pájaro que pocos entienden.
Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes.1
De la obra de Adolfo no se puede decir lo mismo que Borges hizo con el Corán. Adolfo tuvo que inventar en cada dibujo lo que deseaba que existiera en la realidad; en una operación simbólica-demiúrgica hizo que cada pintura prodigara consistencia al mundo y es que hacer arte es hacer brotar el espacio que se desea habitar.
A Adolfo le compete el reconocimiento —junto a muchxs otrxs— de esa operación política y estética. La obra, el cuerpo de obra de Adolfo, es un grito en el medio de un cráter, un cráter que deviene playa, un placer que deviene muerte, una espiral.
Esa espiral procura una trayectoria iconoclasta y ateísta. Su incesante, delirante y frenética producción son un embate contra la “realidad natural” y una posibilidad de existencia chueca que lucha por formas de vida que no estén reguladas por la patriarcalidad.
Su época estuvo signada por un tropo incompleto, o como la llama Paul B. Preciado, por una revolución fallida: “los movimientos anticoloniales, antirracistas, feministas y homosexuales, de las revueltas de travestis y trans, de Panteras Negras, de Woodstock y de Stonewall habría dejado paso a la era Regan y Thatcher”3. En México se abrió la era conservadora y neoliberal de Miguel de la Madrid tras el “milagro mexicano”.
En el panorama cultural, la diversa época de los ochentas —fecunda para las revisiones genealógicas aún por realizar— se encasilló sobre todas las otras tendencias bajo el concepto de los “nuevos mexicanismos”. No intentaré aquí una valoración profusa del fenómeno pero sí diré que el neomexicanismo puede ser leído como un movimiento conservador que dilató las etiquetas de “lo mexicano”4, paradójicamente además, porque muchxs de quienes se vieron relacionados con esta tendencia sostenían posturas estéticas y sexuales disidentes. En pocas palabras, el neomexicanismo re-inventó, o dicho mejor, actualizó las ansias identitarias nacionalistas: creación de un producto transparente empaquetado para su comercialización y exportación. La nacionalidad se convirtió en commodity, el gran giro modernizador5. A ello, Riestra se opone con la des-identidad. Glissant y su defensa del “derecho a la opacidad” es cercano a esta idea desidentitaria. Las obras de Riestra reclaman, por partida doble, un entendimiento a lxs seres divergentes mediante un lenguaje “entendible”, y protegen y respetan los deseos antinómicos de quienes siguen siendo ilegibles u opacxs para el canon, la tradición y el poder.
A diferencia de la anterior afirmación sobre el Corán y la ausencia de camellos, el neomexicanismo está barrocamente saturado de sandías coloradas, de banderas y vírgenes de Guadalupe, de charros y caballos, de nopales y milagritos. Recordemos las imágenes de Julio Galán, de Nahúm Zenil, de Eloy Tarcisio, entre otrxs. No sucede así con Adolfo Riestra, él pinta peines, focos, perritos y gatitos, cuerpos de los que ya he hablado, flores y condones, deportistas, playas y muchas abstracciones. No hay en su obra neomexicanismo y quizás merezca el esfuerzo comenzar a desvincularlo para que el contexto de recepción de su obra se amplíe; que la membrana que lo cerca se rompa y su obra se desborde, como él desbordó vida.
¿Pero cómo intentar un escape de las categorizaciones? ¿Cómo comprender con otras posibilidades discursivas? No es solo lo neomexicano lo que le estorba a su obra, sino todo lo que norma la realidad. No en vano apela a una lengua diversa, a diversos lenguajes, a posibilidades ambivalentes. En algún momento impreciso inventó el neologismo “chífora” para referirse y objetar a una de sus obsesiones: lo rígido.
Con su invención de “lo chífora” aparecen como cascadas las lenguas del diablo, todo aquello que se niega a lo estricto y a lo yerto. En sentido positivo, surgen los cuerpos dóciles y plásticos que pueblan su imaginario; los troncos de sus seres tienen la flexibilidad del bambú y rehúsan la rigidez de los robles. Lo chífora es (y no es, porque escapa a clasificaciones fijas) el río de Heráclito, el libro de las mutaciones, todo aquello que se mueve y que está a punto de empezar.
Entre las posibles formas chíforas aparecen un murciélago fecundando, la rama de un árbol bifurcándose, un pene saludando al sol, una serpiente enroscándose bajo una piedra, los cuernos de un venado, los invisibles vientos de un planeta.
Lenguas chíforas, neólogas, transmutadoras, magmáticas.
Las propias formas en las que acometió el arte —sobre todo las disciplinas gráficas y pictóricas— abundan en el deseo chifórico de mutación. En el momento en que Adolfo lograba dominar algún estilo pictórico, lo dejaba, rechazando su dominio, pues lo controlable y previsible cesa de ofrecerle un espectro de posibilidades, como si el deseo estuviese satisfecho. Pintó (bien) en estilo académico, cubista (mal), realvisceralista (anormal), hizo dibujo costrumbrista, impresionista, pasó por múltiples estilo e ismos. No quiso permanecer en ninguno y tampoco procuró “inventar” un estilo propio, fiel a ese ego que rehusaba la identidad. Por eso sus dibujos son tanto de él como de sus plurales otrxs.
Este modesto esfuerzo de exhibir su Cuerpo de obra se declara parcial. No se intentó aquí una revisión exhaustiva, mucho menos definitiva. Estos signos se ofrecen separados, como un juego que permite reunir nuevamente otro cuerpo, reinventar otra forma y otra y otra. Esta exposición es una re-membranza.
Mauricio Marcin
Adendas
*** Adolfo murió en 1989 poco antes de que cayera el muro de Berlín, lo que significó el fin de un mundo posible y la instauración de otro, hegemónico, terrible. Ese momento también concentró, a través de la pandemia del VIH, una de las formas de bioidentificación, registro, control y exclusión de lo diverso. Hay mucho aún que aprender y recordar de ello.
*** Las insurrecciones sin humor son muy aburridas. La risa tiene un poder reformador que ejecuta a partir de un método: prepara y pone a la expectativa para derivar a la nada. El constante humor que destilan las obras de Adolfo nos sirve de recordatorio: a la vida se le puede sustraer su explicación. Quedamos, tras la gozosa carcajada, bajo la tutela del silencio.
1 J.L.B. reflexionó en aquella memorable conferencia de 1932, editada luego en El escritor y la tradición, sobre las relaciones entre la literatura y la identidad nacional.
2 Self portrait, Erika L. Sánchez
3 Paul B. Preciado, Dysphoria Mundi, 2022
4 El término “neomexicanismo”, se le atribuye a la crítica Teresa del Conde quien el 25 de abril de 1987 publicó en el periódico unomásuno el artículo “Nuevos mexicanismos”. Del Conde nunca menciona en ese texto el neologismo “neomexicanismos”, sino el equivalente de “nuevos mexicanismos”.
5 No es casual que el sucesor de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, impulsara como divisa embajadora a las exposiciones internacionales que postulaban una identidad mexicana resuelta durante los años en que México preparaba su alianza económica con Estados Unidos y Canadá. En 1992 (Carla Herrera-Prats estudió profusamente este fenómeno en Historias Oficiales), el año correspondiente a la propuesta del acuerdo comercial, se realizaron seis exposiciones en Alemania, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Italia y España, las cuales imitaban el modelo propuesto por Fernando Gamboa, que identificaba “lo mexicano” como la suma ininterrumpida desde lo prehispánico hasta la creación moderna del Estado-nación. Pienso en México: Esplendores de 30 siglos como cumbre de este movimiento diplomático.
Por Abraham Cruzvillegas
Musculosxs cuerpxs hechos de fragmentos de otrxs, que se transfiguran en tránsfugas de la norma, de la forma y de la horma, suicidas de Jim Jones sacando la lengüita, como la mascota recogida de la calle, mostrando la mazorca, los labios colorados, las pieles oscurecidas, con pelitos, con pelos en los sobacos, con máscaras, mascarillas, sin cubrebocas, se masturban y se acarician, se tocan las puntas de los dedos en mudras leves y equilibristas, se nos asoman los pezones, se me escurren las chichis, la panza se menea mientras hacen deporte, mientras levantan pesas, pesos pesados del paseo, se agacha, vuelve a ser nosotros, ellas, todxs junt@s, y en reversa se agacha para recoger florecillas pal florero, sin enseñar la rayita, muchas rayitas, rayas, rayas, rayas, volutas y curvas que significan ‘nube’, otras de colores que quieren decir ‘arcoiris’. Otras ‘perro’. Otras también.
Me salen brazos de la cabeza -una Kali desconcentrada y distraída- y miro mientras a mis colegas (que como deidades deben mucho a una gestualidad que quiere ser afectiva y afirma cosas que parecerían poco relevantes), con los ojos chispados, y los ojos anegados de lágrimas que se han convertido en manantiales, para la sed de tu perra, tu gata, tu cocodrila, para tu vaso de Tonalá. Páralo. Sostén una manguera, una jarrita, unos lápices, aquella trae un gorro en forma de estrella, te recuerdan a una banda de funk, toda sudada.
Sin aliento, me detengo. Me paro. Me levanto y brindo exangüe, por tu pasado de doble piel, de doble lengua, de doble raya mi cuaderno de contabilidad, con su margen rojo, ingresos y egresos son ahora rostros, retratos, personas, identidades, narices y orejas, cajas torácicas y amigos, otra vez un camarada que ladra, ambientes, situaciones. Respiro, suspiro, y la araña me reta con sus güebotes, y canta con el ano (como en ‘Pink Flamigos’), finges demencia, te volteas y buscas otros horizontes, otras rutas, no hay más, pero huele a óleo, a barro, a jarro, con agua fresquecita, agua de beber.
Otra vez en pedazos recontamos la posibilidad de ensamblarles en nuevas corporeidades, nuevas corporaciones, unas que no fueran globalizadas, ni eficientes, ni productivas, mucho menos reproductivas, pero sí placenteras y gozosas, con faldas, esgrafiadas -¡más rayas!-: brazos, piernas, manos y pies con zapatitos tipo Borceguí. Desperdigados los miembros por todos lados, se agruparían en bola, en bolas, para llamarse ‘esculturas’. Les quieren llamar ‘hieráticas’, ‘mexicanas’, pero en su rebeldía innata, se les sale del alma lo humano del cántaro, de su pastillaje chiforífico, que lo hermana con el ejército chino, y levanta su chingado grito, enarbolando como bandera unos jeans de cerámica, mientras abraza a su hermana la bombonera.
Tapándose la cara, ante cuatro mazacuatas, la calaca se hace afuera de la bacinica, a su alrededor, una mujer y su cabello, se regocijan ante el mar, el cristo encarnado en una bailarina que a su vez se rodea de una guerra, de tripas, de más máscaras, de otra guerra y que gesticula, ve allá un planeta con anillos que son serpientes -¿Serpienturno?-, y blandiendo prostéticamente un buen dildo, otra señora afirma ‘¡Qué hermosa es la natura!’; más allá la muerta muerte aguarda con su cepillito de cerda sintética a los murciélagos -que en francés se llaman chauve souris- y quienes muy entretenidos- hablan de manufactureras. La vampira dice: ‘Uy, el señor está muy gordo’, pero son solamente cuerpos con vello, canes con cacas y payasos montados en toros, ignorando la belicosidad circundante. Ay ay ay. Sangre. Paracaidistas. Un caimán. ‘Trabajar, superarse, ya habrá tiempo para reventarse’, casi ya no alcanzó a escuchar…
Las recomendaciones del artista, al pie de la letra, y sin pasarse de la raya, de tú y de Usted, para no discriminar:
‘No te metas los dedos a la boca’
Y:
‘No coma latas
No consuma medicamento
No tome mucho alcohol
No se duerma tarde
baile mucho
Adolfo Riestra 77 ’
Abraham Cruzvillegas 24